jueves, 14 de octubre de 2010

jueves, 12 de noviembre de 2009

viernes, 22 de mayo de 2009

viernes, 15 de agosto de 2008

Conjuro diabólico

Me encontraron caminando a la deriva por vías de un ferrocarril el cual desconocía. Ese lugar no era mi barrio ni tampoco mi ciudad. Y a esas horas de los acontecimientos tampoco yo recordaba muy bien quien era ni hacia adonde iba.

La invitación sonaba tentadora. Una noche de brujas con luz de velas mas el agregado de misteriosos invitados venidos de tierras lejanas que nos deleitarían con sus artes e ingenio tomados de oscuras leyendas. La cerrada y gélida noche de invierno me acompañó hasta la localidad de Gerli donde ocurrió lo que estoy a punto de relatar.















Personas de apariencia normal y delicada conversación iniciaron la velada entre el humo y el alcohol. Nos desparramamos como pudimos por la sala mientras preparaban unos misteriosos brevajes. La noche se fue transformando sobre nosotros mientras nuestras desconsoladas almas crujían por dentro conocedoras, ella solas, de su destino: el abismo.






Imágenes borrosas comenzaron a aparecerme entre una neblina intensa que barnizó mi conciencia. Los comensales iniciaron una danza diabólica al hipnotizante ritmo de las llamas. Los sentidos bailoteaban al son de una melodía de nostálgica belleza. Comencé a soñar. Las imágenes redondas de los seres que me rodeaban parecían volar por sobre las tejados abiertos del vecindario. Mi cuerpo se elevó liviano mientras mis manos, ahora alargadas y muy finas, intentaban retenerlo junto a mi ser.














Extrañas lecturas invocando dioses paganos inocularon de miedo y de horror el lugar. Mi humanidad se fue hundiendo profunda y solitaria en medio de empalagosos tragos recargados con multitud de licores. La fría brisa del invierno era ahora una hoguera de sofocante infierno. Mi mente se extravió finalmente cuando divisé un cuerpo reptando por los techos en desesperado gesto de inútil huida.



















Salpicaban chispas azules mientras los ojos de mi inmediato vecino, un médico de reconocida trayectoria, comenzaban a metérsele hacia adentro. Sus pupilas, como verdes mariposas ululando en el firmamento, se fueron cerrando tristes recibiendo la muerte. Lloraba mientras su retorcido cuerpo buscaba su otra punta por el lado equivocado. Sacó la lengua por última vez y creo haberle visto morir frente a mis ojos. No estoy seguro.














El licor maldito flotaba en medio de aceites y las llamas.
Las delicadas manos de la bruja revolvían de manera magnética esa mezcla diabólica que nos iba a envenenar a todos por igual.

De repente otro cuerpo retorcido buscaba, de forma frenética, su condición anterior sin éxito. Ya nadie podía escapar. La habitación perdió sus líneas y nos encontramos desparramados y a la deriva por entre edificios y vías abandonadas.
Intenté entender mi paradero cuando ya ni mi identidad podía recordar. Un hombre sin alma vagabundeaba sin destino a la hora en que me descubrieron. Miré sin mirar a los ojos de esas gentes alucinadas que me escrutaban detrás de esas rejas robustas del carromato.

Mientras me alejaba, ya dentro de mi de jaula, fui perdiendo de vista la ciudad. Me observé resignado en, ésta, mi nueva condición monstruosa de animal temerario con un cuerpo recubierto de una pelambre espesa y pajiza. No tuve miedo, solo sentí pena por los que no volvería a ver en mi condición de hombre. El conjuro había caído sobre nuestras ingenuas vidas sin pudor. Desde hoy no sería más que una bestia atrapada por otras bestias aún más bestiales. Por los hombres.

jueves, 14 de agosto de 2008

sábado, 26 de julio de 2008

miércoles, 9 de julio de 2008

El apartamento "J"

Durante todos los años del Bradbury jamás llegamos a conocer al habitante del apartamento "J" en el tercer piso.

Era díficil escuchar ningún ruido y solo una vez supimos de una persona que visitó al desconocido inquilino del "J". Tanta era la curiosidad que con el tiempo hubo quienes prefirieron no dejar nunca el departamento para ser los primeros en conocerle.


Las modelos Nancy Straiten y Debora Keiton quienes ocupaban la letra "D" de la primera planta eran las primeras en dejar el departamento por las mañanas. Solo se las veía maquillarse una y otra vez por la ventana muy temprano antes de partir.

En el mismo tercer piso del misterioso edificio y en idénticos apartamentos de dos ambientes vivían personajes tan similares entre sí que se podría decir pertenecían a la misma familia aunque eso distara mucho de la realidad.

En el apartamento "I" vivía el viejo Robert, fumador enfermizo maquinista de barcos retirado tenía como única actividad mirar por la ventana con una expresión inconfundible de máxima apatía y absoluto desinterés por todo. Solo conocía la calle cuando le tocaba ir a por más cigarrillos.

Siendo el vecino más cercano del apartamento "J" era el que recibía mas visitas en busca de novedades las cuales nunca llegaban. Su único gesto seguía siendo el de exhalar humo por la boca mientras sus ojos vidriosos escondidos detrás de mil líneas de arrugas se achinaban aún más sugiriendo lo dejaran en paz.

En los otros dos apartamentos vivían el siempre borracho Edy Howard en el "L" y la irreprochable Lana kingsley en el "K", viuda de unos sesenta años quien mantenía una vida alejada de cualquier sospecha. Lo suyo era la iglesia los domingos y las reuniones de caridad por las tardes. Solo era visitada por una prima que vivía en el condado de MAnchester al otro lado de la colina con quien compartía un té como único banquete semanal.

En la planta intermedia vivíamos Dany Lloyd en el "F" y quien escribe, Jim BArlow, en el "E". TAnto tiempo de vecinos nos había terminado hermanando a tal punto que compartíamos las cuentas del mercado y hasta una pensión del gobierno por la invalidez que VietNam le había ocacionado al pobre de Dany en una de sus piernas.

Yo aún escribía aunque sin embargo los diarios cada vez me publicaban menos. Vivía de viejos ahorros aunque de no ser por mis hijos, quienes me prestaban algo de tanto en tanto, nuestra existencia su hubiera parecido cada vez más a la de los "homeless".

Con LLoyd teníamos una rutina saludable. Jugábamos a los naipes en el Mainfield de la calle Mott. Nos gustaba recordar anécdotas de otros años y ya llevábamos más de veinte con esa rutina cuando finalmente abrieron el apartamento "J".

Dos funcionarios de la alcaldía se aparecieron un sábado bien temprano en uno de esos días grises de otoño con la penetrante humedad de la bahía detrás de ellos. Ese día, a excepción de las modelos , estábamos todos los inquilinos del Bradbury. Hasta el viejo Evo, un boliviano a quien nunca le conocimos la voz, con su sombrero de capa ancha e impenetrable sonrisa estaba esa mañana esperando. Don Evo daba una mano en el hogar de ancianos de la ciudad. Era extremadamente reservado y confiable, a pesar de la nula comunicación con el resto. Vivía en la letra "H" en nuestro mismo piso, arriba de las modelos y debajo de Eduard Howard.

Mientras los funcionarios de manera casi metódica y rutinaria subían las escalinatas desvencijadas hasta alcanzar el último piso del Bradbury, todos nosotros les seguimos en silencio como fieles en una prosesión religosa. La familia coreana del apartamento "C" juntó a sus dos pequeños también se unió a la larga hilera de curiosos vecinos.

Los apartamentos "A" y "B" estaban rentados a una productora de eventos que casi no trabajaba. Solo algunas tardes la señorita Rita aparecía conduciendo un automovil con patente de Ohio. Era evidente que la señorita Rita no pertenecía a la fauna del Bradbury. El resto éramos todos marginales. Ella, sin embargo, se encargaba de traer cierto aire renovado a un edificio casi en ruinas y con seres también arruinados.

Los funcionarios rompieron la cerradura sin pudor sin embargo la puerta no se abrió por lo que tuvieron que derribarla. Un formidable aroma a quietud emergió ligero detrás de cortinados violáceos. La brisa del pasillo fue la primera en penetrar el viejo apartamento. La cómoda lustrada parecía despertar de un largo sueño . La mesa cuadrada con el mantel de paño verde y el florero en forma de pinguino parecían esperar a alguien que jamás llegaba. Un jarrón de vidrio aún contenía agua en su interior.

Steve Wakefield, quizás el más audaz habitante del Bradbury fue el primero en entrar siguiendo a la suave brisa. Los de la alcaldía, pícaros burócratas prefirieron esperar a la policía . El bien comido Steve, que rentaba el apartamento "G", por cierto el más amplio de todo el edificio, fue más allá y se metió en la recámara principal que permanecía cerrada.

El resto íbamos detrás de nuestro intrépido vecino mientras sin hacer el menor ruido. La ilusión de encontrar cuerpos descuartizados se vio frustrada al encontrar, a cambio, una cama impecable con acolchados bordados a mano y almohadones floreados haciendo juego con las cortinas. Parte del grupo prefirió esperar afuera. Con Danny y el viejo Robert junto al padre de los coreanos seguimos adelante. Para Steve ya no había más que ver. Observó todo desde arriba con un aire de suficiencia y se regresó a su lujoso apartamento sin más.

No mucho más encontramos en el apartamento "J". Algunas toallas viejas, sábanas almidonadas y hasta un libro de recetas polvoriento descansando en los anaqueles de la cocinita. Pero nada que nos sacudiera la modorra y la rutina. Desilucionados cada uno regresó a sus pisos y apartamentos con una especie de triste resignación. Nuestras vidas deberían continuar por sus caminos de siempre, el "J" al final de cuentas, no nos brindaría ninguna sorpresa. Como niños que no han recibido su regalo de cumpleaños y con las cabezas gachas nos fuimos despidiendo sin despedirnos. Tan solo nos perdimos detrás de nuestras puertas.

Lana Kingsley, sin embargo, fue la única que permaneció con los funcionarios del gobierno a quienes ofreció té frío con bizcochuelos grasientos que ella misma preparaba. Cuando hubo regresado con la bandeja portando la merienda éstos tíos ya no estaban. Tampoco se mantenía abierta la puerta del "J" y una siniestra penumbra merodeaba el lugar. La Sra Lana era adicta a las sesiones de espiritismo por lo que ésta experiencia le vino como anillo al dedo. Comenzó a nombrar a su difunto marido Edgar LaPlace, un francés muerto de tuberculosis hacia unos quince años. Sin embargo nosotros jamás conocimos al inquilino del apartamento "J".