jueves, 29 de mayo de 2008

In Memorian

A eso de las once de la noche decidí llamar a casa por si Jorge habría dejado algún mensaje. Días antes habíamos planeado un viaje juntos. Ese mismo viernes teníamos que partir. Él nunca llamó.


Encontré un solo mensaje en el contestador. Una voz seca y severa se presentó como su ex mujer. "Llamo para decirte que Jorge se suicidó". Dejó su número de teléfono y luego cortó.


Me quedé de éste lado del tubo petrificado mientras el sonido del contestador le devolvía un eco final a mis oídos.


Volví a llamarme inmediatamente. Le pedí a Marcela que escuchara el mensaje, necesitaba que me dijese que no era cierto. Le vi el rostro afectado de horror y supe que no me había confundido. Jorge había, finalmente, decidido morir. Nos quedamos quietos, asustados y sin hablar.


La voz de esa mujer, ese instante y ese llamado fueron, en definitiva, su despedida. Así de simple y terminante resulta la muerte. Nunca más lo pude ver, ni siquiera en su funeral. ¿Acaso ese cajón cerrado verdaderamente contenía su cadaver?



Una extraña sensación abriga la esperanza de reencontrarlo en tantos viejos que caminan la ciudad con la pesada carga de sus vidas a cuestas.



Junto con él, cayó al vacío, su exquisito humor, su eterna ironía y una forma de mirar la vida que compartíamos.


Hoy, a diez años de ese día, no deseo hacer poesía con mis palabras sino dedicarle éste pequeño espacio a su memoria.

viernes, 23 de mayo de 2008

Campo Argentino

camino vecinal después de una helada
luz de invierno






desde el sulky





Ordoqui, Pcia. de Buenos Aires




Viejo Molino roto







la inundación
arco iris















farol de pueblo







































sala de máquinas











más inundación















rollos de pasto

















tranqueras














































Cadret, Pcia. de Buenos Aires



















En la manga

jueves, 22 de mayo de 2008

Amor de ventana



Todas las mañanas desde mi ventana la veía pasar. Exactamente a las ocho y cinco aparecía por la esquina con un delantal azul y su pelo rubio prolijamente recogido. Mis ojos se posaban de manera hipnótica sobre su angelical figura.



Caminaba suave y elegante hasta desaparecer de mi vista. Eran minutos en donde mi corazón latía ardiente de pasión y mis ojos juntaban lágrimas de impotencia por el desconsuelo de no saber qué hacer con tanto deseo incomunicado.

Sin embargo, me sabía poseedor de una inmensa felicidad pues, al fin y al cabo, ella existía.

A las ocho y siete ya no la veía más. Su silueta se desvanecía detrás del edificio vecino. El momento mágico del día había terminado. Debería esperar hasta la otra mañana para volver a verla. Mis jornadas, a partir de entonces, serían una repetida y sínica mueca de simulación. Solo valía la pena esperar por ella.

Los fines de semana eran un martirio. Ella no pasaría frente a mi ventana. ¿Quien sabe que haría? Yo, de tanto en tanto me asomaba detrás del cortinado por si acaso se le ocurriera pasar. Jamás lo hizo. Tenía que esperar por los días lunes que para mí pasaron a ser los mejores días de la semana.

A las ocho de la mañana mi corazón comenzaba a apurar su ritmo mientras disimuladamente me iba acercando a la ventana. Rogaba que no lloviese. Necesitaba que ella estuviese bien, que no enfermara. Necesitaba volver a verla pasar frente a mi ventana. A las ocho y cinco nuevamente su figura enamorante aparecía inmaculada desfilando frente a mis narices. Por dos minutos mi respiración detenía su agitado andar. Demasiada hermosura para una sola mujer. Y yo la tenía toda para mi solo.

Pasaron treinta años hasta que la volví a encontrar. De paseo por el museo la ví sentada inmóvil frente a un cuadro de Pollock. Su figura en blanco y negro era inconfundible. Allí estaba ella esperando que yo la viese. Cuando hube de recuperar el aliento solo atiné a esconderme detrás de una columna. La observé por todo el tiempo que ella permaneció sentada. No supe nunca si fueron solo minutos o me llevó la tarde.

Mi corazón enamorado evocó recuerdos de su bella figura. Mi cuarto y su cortinado de tul semi transparente, esos pisos de madera lustrada y la biblioteca repleta de libros prolijamente ordenados. Todo el pasado recobró una vida ya desaparecida. También ella volvió a caminar frente a mi ventana con su delantal azul y su pelo recogido. La amé más que nunca. Por fin nos habíamos reencontrado.

Un guarda del museo me advirtió de la hora y que ya cerraban. Me acomodé la vista y recuperé el presente. Tragué una saliba que alivianó mi boca. Caminé despacio sin importarme nada. Me apuré en la calle buscando algo. Solo tiempo después caí en la cuenta, que ese amor imposible quedaba lejos. Como también mi adolescencia y mi vieja ventana.

¿sería Claude realmente brasileño?

Justo a la hora de cumplir mis cincuenta años la imagen cansina, de espíritu abatido y mirada vacía de Claude se instaló en mi presente de manera irrevocable.

Quince años atrás con una llamada corta y severa Steve me informaba lo previsible; Claude habría muerto en Santa Cruz a la edad de cuarenta y nueve años. En ese tiempo la noticia no me conmocionó demasiado. En definitiva Claude no era mi amigo, ni siquiera había alcanzado la estatura de conocido, solamente habíamos trabajado juntos una sola vez.

Dos semanas antes Steve me informaba que sería Claude el encargado de acompañarme a mi primera asignación como fotógrafo de retratos familiares. Me cuenta también que Claude venía del Brasil, lo que lo convertía en brasileño y encontrarme con un brasileño en esas circunstancias tan lejos de casa era casi como encontrarme con un ser querido en medio del desierto.

Ya su nombre me causó curiosidad. Steven me advirtió que la salud de Claude era frágil y que debido a ello no podía trabajar largas horas ni acarrear bultos pesados. Nuestro trabajo consistía en trasladar un gran equipo de luces junto a una enorme cámara de estudio que disparaba hasta setecientas fotos con un solo rollo. Decenas de familias con sus mejores trajes de domingo se irían turnando para ser fotografiadas mientras nosotros repetiríamos las poses una y mil veces, con cada familia igual.

Nos encontraríamos a mitad de camino entre la oficina y su casa –finalmente Claude no vivía en la gran ciudad como lo había imaginado sino en Santa Cruz a unos cien kilómetros de la bahía. Aparentemente vivía con una mujer y dos hijos. Supuse un agradable encuentro entre dos sudamericanos en Norteamérica, nos imaginé evocando alguna de las playas paradisíacas de su país, hablando de anécdotas futboleras, o discutiendo sobre las bondades de uno u otro país. Y por sobre todas las cosas nos visualicé criticando el sistema que nos albergaba, cosa que sucedía con casi todos los exiliados y dolidos inmigrantes.

Efectivamente nos encontramos en las afueras de San José, en una gasolinera aplastada contra montañas garabateadas por el viento, entre mestizos y cuellos colorados de pobre conversación. La primera impresión que me causó su figura contrastó de manera absoluta con la idea que me había hecho de antemano.

Claude era delgado, huesudo, escuálido y pálido, casi un esqueleto caminante. Definitivamente éste hombre no presentaba signos de buena salud. Su rostro denostaba una fragancia de enferma resignación y pacífica desesperanza. De hablar nulo y mirada turba y distante. De andar cansino y nervioso se movía con conmovedora seguridad a pesar de su delicada humanidad.

Con señas me indicó que le siguiera con mi coche. Conducía una camioneta chata y vieja. Se manejaba con absoluta seguridad por esas calles prolijamente aburridas y contundentemente iguales a todas las demás. Llegamos a una escuela rural donde nos esperaban las familias prolijamente producidas para ser fotografiadas. Claude finalmente se dirigió a mí en un inglés pulcro y solo con las palabras necesarias me indicó como proceder en mi nuevo trabajo.

Desde un primer momento intenté mostrarme simpático, sin embargo Claude jamás mostró el más mínimo interés por agradar. Quizás conociendo su destino se apiadó de mí y me evitó la molestia de tener que despedirlo después de haber construido un afecto inútil a esa altura de su vida.

Forcé algún acercamiento con preguntas sobre su pasado, sobre su Brasil natal, que si venía del norte o del sur, si la cachaza o la cerveza; que si la zamba o la bossa nova, que si el Flamengo o el Palmeiras. Jamás manifestó emoción alguna por ninguna de mis inquietudes. Para ser más exacto jamás esbozó palabra alguna en su portugués natal. A duras penas y luego de mucho insistir llegó a decirme que había nacido en San Pablo. Solo eso y en lo más profundo de mi ser siempre me quedó la duda sobre su verdadero origen. ¿Sería Claude realmente brasileño?

Trabajamos todo ese día tomando fotografías. Ese tipo de fotografías que casi todo norteamericano sabe llevar consigo en la billetera. Mientras, éste hombre de papel se movía sigiloso al ritmo de una vida que se le escurría sin pena ni gloria, sin misericordia, sin resquemores.

No pude saber los motivos de su vida en California, nada de su pasado y menos aún nada de nada de sus pensamientos, alegrías y tristezas. A decir verdad, lo que se dice alegrías, en Claude, me eran imposibles imaginarlas, ni siquiera en algún misterioso y perdido pasado o en un remoto e improbable futuro.

Justo ahora que estaba cumpliendo mis cincuenta años se me apareció Claude como un fantasma, salido de la nada, de un pasado supuestamente enterrado y olvidado recordándome que la muerte nos espera a todos a la vuelta de la esquina, quieta, muda, sin pasado ni futuro.

Claude camina curvo, lento y con la cabeza gacha. Evita cualquier mirada y prosigue su camino doblando esquinas, entrando en bocas de subterráneos imaginarias y trepándose a colectivos invisibles. Claude lleva consigo la eterna carga del sufriente moribundo. No pretende evitarlo, solo mi mirada lo delata y él sigue evitándome como cuando más jóvenes compartimos la jornada de trabajo.

lunes, 19 de mayo de 2008

sábado, 17 de mayo de 2008

Nostalgia


¿Eran las tres de la tarde o las doce y cuarto del mediodía? ¿a qué hora habíamos quedado en vernos? Una serie de veredas des prolijas, de monumentos y vías en desuso solo alimentaron mi confusión. Tomé la gran avenida hacia el sur repleta de automóviles circulando lento. Bares, iglesias, parques y edificios saludaban mi andar vagabundo por la ciudad. Ella ya no me esperaba, sin embargo yo la busqué como si se tratase de la primera cita. Una humedad pesada y densa fue mi única compañera. Finalmente recalé frente al lago de los primeros días quedándome en silencio, contemplando. Supuse que quizás, de entre los reflejos, aparecería. Me pasé tardes y más tardes esperando, hasta que un día comprendí que ya no la vería.