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Todas las mañanas desde mi ventana la veía pasar. Exactamente a las ocho y cinco aparecía por la esquina con un delantal azul y su pelo rubio prolijamente recogido. Mis ojos se posaban de manera hipnótica sobre su angelical figura.
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Caminaba suave y elegante hasta desaparecer de mi vista. Eran minutos en donde mi corazón latía ardiente de pasión y mis ojos juntaban lágrimas de impotencia por el desconsuelo de no saber qué hacer con tanto deseo incomunicado.
Sin embargo, me sabía poseedor de una inmensa felicidad pues, al fin y al cabo, ella existía.
A las ocho y siete ya no la veía más. Su silueta se desvanecía detrás del edificio vecino. El momento mágico del día había terminado. Debería esperar hasta la otra mañana para volver a verla. Mis jornadas, a partir de entonces, serían una repetida y sínica mueca de simulación. Solo valía la pena esperar por ella.
Los fines de semana eran un martirio. Ella no pasaría frente a mi ventana. ¿Quien sabe que haría? Yo, de tanto en tanto me asomaba detrás del cortinado por si acaso se le ocurriera pasar. Jamás lo hizo. Tenía que esperar por los días lunes que para mí pasaron a ser los mejores días de la semana.
A las ocho de la mañana mi corazón comenzaba a apurar su ritmo mientras disimuladamente me iba acercando a la ventana. Rogaba que no lloviese. Necesitaba que ella estuviese bien, que no enfermara. Necesitaba volver a verla pasar frente a mi ventana. A las ocho y cinco nuevamente su figura enamorante aparecía inmaculada desfilando frente a mis narices. Por dos minutos mi respiración detenía su agitado andar. Demasiada hermosura para una sola mujer. Y yo la tenía toda para mi solo.
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Pasaron treinta años hasta que la volví a encontrar. De paseo por el museo la ví sentada inmóvil frente a un cuadro de Pollock. Su figura en blanco y negro era inconfundible. Allí estaba ella esperando que yo la viese. Cuando hube de recuperar el aliento solo atiné a esconderme detrás de una columna. La observé por todo el tiempo que ella permaneció sentada. No supe nunca si fueron solo minutos o me llevó la tarde.
Mi corazón enamorado evocó recuerdos de su bella figura. Mi cuarto y su cortinado de tul semi transparente, esos pisos de madera lustrada y la biblioteca repleta de libros prolijamente ordenados. Todo el pasado recobró una vida ya desaparecida. También ella volvió a caminar frente a mi ventana con su delantal azul y su pelo recogido. La amé más que nunca. Por fin nos habíamos reencontrado.
Un guarda del museo me advirtió de la hora y que ya cerraban. Me acomodé la vista y recuperé el presente. Tragué una saliba que alivianó mi boca. Caminé despacio sin importarme nada. Me apuré en la calle buscando algo. Solo tiempo después caí en la cuenta, que ese amor imposible quedaba lejos. Como también mi adolescencia y mi vieja ventana.
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