viernes, 13 de junio de 2008

Gisela en el Cuzco

Al intentar correr, las piernas no respondieron. La apacible jornada paceña se había transformado en una trampa mortal de humo, miedo y gente huyendo como ratas. Los negocios cerraban puertas y ventanas. Los tanques del ejército reemplazaban lentamente a los vehículos que de a poco desaparecían. Con Marcelito no entendíamos nada.


La altura de La Paz nos jugaba en contra, los pulmones no daban abasto, nuestra juventud no valía de nada en ese momento. Para colmo un clima de revolución se extendía a cada rostro, a cada ventana cerrada, a cada bar de puertas bajas y para colmo el hotel de “gringos” quedaba lejos.


El resto de los días, hasta que pudimos salir de la ciudad, transcurrieron dentro del hotel Roma, mirando las represiones a estudiantes y sindicalistas por televisión y los ridículos y previsibles discursos de los generales de turno. En el bar vecino al hotel nos juntábamos todos los pasajeros atrapados. Paolo de Tarvisio del norte de Italia, Humberto el enigmático colombiano, y Gisela, la alemana de Munich que hablaba el español de manera harto graciosa. Completaban el grupo dos uruguayos y el peruano de la biblia bajo el brazo.

Ni bien los militares autorizaron usar camiones del ejército para llevar gente hacia las afueras de la ciudad, con Marcelo no lo dudamos, la única que nos acompañó fue la alemana Gisela.
La travesía por la montaña fue inolvidable, una combinación de aridez deslumbrante, ráfagas de viento, oleadas de frío y todo bajo un cálido sol de primavera. Las mujeres coyas con sus bebés a cuestas; enjutos y afligidos campesinos y nosotros tres con el solo deseo de cruzar al Perú. Una vez en Copacabana, en el límite con el Perú dormimos en un hotelucho los tres juntos. Gisela aún no era de nadie, simplemente era una linda y corajuda alemana desafiando la naturaleza áspera y salvaje de Sudamérica.

En el camino nos reencontramos con los uruguayos y el barbado peruano de la Biblia quienes se nos unieron en la escapada de Bolivia. Dos días más tarde, toque de queda superado, subimos a un taxi que nos llevó a la frontera. La felicidad de sabernos camino a la libertad inundó al grupo de una alegría inusitada. Con Gisela nos sentamos en la parte trasera del viejo taxi y así cruzamos al Perú. Mucho antes de llegar a nuestro destino nuestras manos se amordazaron fuertemente e instantes después un beso interminable selló nuestro romance, allí mismo en frente de todos nuestros asombradísimos acompañantes.

Gisela transitaba los últimos cartuchos en Latinoamérica y se la sabía lunga en eso de estar de aquí para allá, de hotelucho en hotelucho, de bar en bar, de grapa en grapa. Algo curioso había en su manera de proceder, como si fuera una habitué del altiplano, una estudiosa de las culturas andinas, una experta en encontrar lo que se proponía. Sospecho que no solo dormimos en un hotel donde ya la conocían bien sino que usamos las mismas sábanas que ella ya había usado.
Una vez en el Cuzco nuestros intereses con el resto del grupo comenzaron a diferenciarse, a ésta altura lo nuestro se iba convirtiendo en una especie de pareja estable.

Todo funcionaba a la perfección hasta que una noche Gisela no regresó a dormir. Pasaron dos días y en medio de mi asombro una tarde la veo pasar del brazo con un lugareño. Como salidos de un retrato de época se paseaba del brazo con su amigo de semblante indiano por las coloridas y empedradas calles de la capital del imperio. Tímidamente intenté algún gesto para que la teutona me diese alguna explicación. No tuve suerte. La experiencia en tierras de los Incas pasaba a ser desoladora. Aquel encuentro mágico se estaba convirtiendo en una pesadilla sin igual. El personaje que la acompañaba despedía un aire de autoridad asombrosa y daba claras señales de ser un alguien muy respetado por todos en el Cuzco.

A la mañana siguiente se apareció por el hotel mientras yo aún dormía. Traía explicaciones para darme. El enigmático compañero no era sino su antiguo novio y quien manejaba el negocio de la cocaina en la región. Según sus decir la tenía "capturada" en la otra punta de la ciudad. El tipo era peligroso y para protegerme se había hecho la distraída cuando me cruzó el día anterior. Juraba que deseaba fuertemente seguir el viaje conmigo pero que aún necesitaba una última visita a su antiguo “señor”.


Convinimos en viajar a Lima al día siguiente. Compramos los tickets del bus y prometió regresar por la noche para el viaje del día siguiente. La noche se me hizo interminable y ella nunca regresó. Le dejé una nota sobre la cama y me subí al bus masticando bronca y odio.
El cruce de la precordillera fue de los más fríos que pueda recordar, solo cuando llegamos al Pacífico el viento se calentó y el clima mejoró. De a poco pretendía olvidar a la alemana, a su novio traficante y a la ciudad de Cuzco. Me encontraba solo después de mucho tiempo, Marcelo, mi original compañero de viaje, no estaba en el Cuzco cuando decidí mi partida así que nunca nos despedimos, el resto del grupo eran menos íntimos.


Lima representaba una nueva etapa. Me contacté con una vieja amiga y paré en su casa unos días. Cada tanto pasaba por los albergues de turistas por si encontraba alguna señal de ella o de alguno de los antiguos compañeros de viaje. Tan solo una semana más tarde me encontré con la tan esperada nota de Gisela:
-“estoy en el hotel Horizonte, te extraño, mañana es mi cumpleaños y quiero que estemos juntos”...rezaba la esquela clavada con una chinche junto a decenas de mensajes de tantos otros viajeros.

Caminé urgente las pocas cuadras que separaban un hotel del otro, aunque había acumulado resentimiento, por dentro deseaba reencontrarla con pasión.
Me interné en los pasillos del desvencijado albergue y la encontré armándose un purito. También las alemanas pueden ser tiernas, me dije mientras nos hundíamos en un abrazo eterno. Pasamos esa noche juntos y también las siguientes. Una grata sensación de reconquista se había instalado en mí nuevamente. La doncella triste había zafado del mafioso y venía a mis brazos a pasar su cumpleaños.

Las jornadas limeñas transcurrieron felices y tranquilas. Pasaron los días y nos llegó el turno de continuar el viaje. Seguimos juntos hasta Quito, por alguna misteriosa razón, a esa altura, yo me había enfriado y necesitaba distancia. Una rara emoción me iba invadiendo de a poco, un cierto malestar se apoderó de mi persona y ya no pude compartir más nada con ella. Dejé Ecuador, Latinoamérica toda y a Gisela un viernes de diciembre con rumbo al norte para no regresar más.


Mantuvimos en el tiempo un agradable intercambio telefónico . Le prometí una visita como para reencontrarnos. Así fue como casi dos años más tarde visité Alemania y nos volvimos a contactar. Quedamos en vernos en su Munich natal. Llegué una noche de invierno en tren desde el norte del país, me acompañaba una tremenda gripe como única compañera de viaje. Desde la misma estación llamé por teléfono ansioso. Respondió ella, pude reconocer su inconfundibe acento, detrás apareció un vacío monstruoso, gigante, inabordable y luego de unos instantes, que resultaron infinitos, me cortó.


Minutos más tarde y solo después de enjuagarme la boca llena de una sequedad alucinada intenté otro llamado. YA no pude escuchar su voz. No la escucharía nunca más. Desde ese agujero negro invisible y siniestro respondió una voz cavernosa y exageradamente dura. Luego de dos o tres indescifrables palabras cortó el teléfono con inusitada violencia . Supe entonces que mi romance con Gisela no tendría continuidad. Ni siquiera una amistad. Había desaparecido detrás de su jerarca nazi. Otra vez otro novio entre nosotros, me dije; tomé mi afiebrado cuerpo enfermo y alquilé una habitación cercana por los siguientes días. Deambulé como pude por una ciudad agrisada y hostil a la espera de alguna respuesta suya. Gisela no dio jamás señales de vida. Nuestra historia había quedado sepultada en la ciudad de Quito.

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